La radio, medio de expresión
Desde la aparición de la
primera emisora con programación regular (KDKA, Pittsburg, USA, 1920) hasta
nuestro días, el estudio de la Radio ha estado casi exclusivamente centrado en
la delimitación de su función comunicativa: el estudio de la proyección social
y política del medio, su desarrollo como instrumento de la propaganda política
en la Europa de entreguerras o como instrumento de la publicidad comercial en
la “golden age” de los años 30-40 en Estados Unidos, el estudio de la
naturaleza de los mensajes que difunde el medio en función del nivel de
gratificaciones o efectos que produce en las audiencias, o el estudio de
fenómenos sociológicos como la Radio-servicio
o la Radio-compañía. Estas
investigaciones sociológicas han servido muchas veces de orientación para las
distintas emisoras en la selección de un determinado género o formato en su
programación; buscando el máximo de rentabilidad comercial o política en la
identidad tipo de programa/público
concreto: seriales dramáticos para un público femenino, música rock para un
público juvenil, información de actualidad para un público adulto masculino,
etc. Desde esta misma perspectiva la segunda mitad del siglo XX heredó, salvo
contadas experiencias europeas, una programación y estilo radiofónicos un tanto
adocenados y de escasa significación en el desarrollo de la función cultural
del medio.
La televisión arrebató a
la radio buenos profesionales y, así, alguno de los mejores escritores,
presentadores, realizadores y actores de esta sonosfera radiofónica, que contribuyeron con su esfuerzo a
desarrollar un discurso y una expresión genuinamente radiofónicos, fueron
incorporándose poco a poco a partir de los 50-60 en esta videoesfera televisiva tan atractiva y gratificante para los nuevos
creadores del medio.
Otros intereses,
económicos-empresariales principalmente, acabaron por decidir la suerte del
desarrollo expresivo-artístico de la
radio, produciéndose a partir de entonces una repetición de fórmulas y códigos
que a veces nos induce a pensar que todo está ya inventado, o, algo más grave,
que la radio no es primordialmente un medio de expresión; como si para el
desarrollo de una función tan relevante, ya fueran suficientes la televisión y
el cine.
La industria audiovisual
de los 90, más concentrada en grupos multimedia y más atenta a la lógica de la
inversión rentable, ha organizado las demandas informativas, culturales y de
entretenimiento de los públicos radioyentes según segmentos de interés,
ofreciendo a cada segmento aquella programación especializada creada para
satisfacen un consumo inmediato y placentero.
La primera consecuencia
de todo esto es que la radio de los 90 ha suprimido de su programación, de una
manera casi total, aquel género que más contribuyó a la estructuración de un
genuino código de expresión. El género dramático, el radiodrama ―radionovelas―, es hoy casi una ilusión, ausente de una
gran mayoría de programaciones radiofónicas del mundo entero (con excepción de
la BBC británica: 400 emisiones dramáticas anuales en sus cuatro canales
radiofónicos). Y, simultáneamente, el concepto de radio-expresión deviene en algo raro o excepcional entre los
millones y millones de horas de programación que ofrecen conjuntamente todas
las emisoras del mundo en sólo un año de emisión: bajo el reducido
grupo-insignia de los formatos de programación existentes (musical, “all news”,
“talk show”), programas semejantes y contenidos temáticos semejantes,
presentados por locutores que utilizan protocolos de comunicación y rutinas
semejantes, cada día a la misma hora, se dirigen a unos públicos cada vez más
homogéneos… y semejantes.
La triple función de la
radio como medio de difusión, comunicación y expresión ha sido tergiversada con
la generalizada homogeneización de géneros y formatos. El uso de la radio como
objeto de compra-venta de mercancías (información, música, anuncios-productos)
ha devaluado la función expresiva y estética del medio.
Para aquellos
radiofonistas de los años 20, deseosos de que la la audiencia de aquellas obras
del teatro de Broadway de Nueva York pudiera contarse entre miles, público
heterogéneo y distante, no existían demasiados problemas cuando se trataba de
transmitir una obra de teatro: bastaba un equipo técnico y micrófono en el
escenario. Inevitablemente, el radioyente no recibía la misma información que
el espectador que se hallaba sentado en las butacas del teatro, y tampoco
percibía las mismas sensaciones.
Inmediatamente, tras el
fracaso de las primeras experiencias, se incorporó a la representación de la
obra teatral un nuevo personaje, ajeno a la dramatización escénica, observador
de aquello que sucedía en el escenario: el narrador. Como observador que era de
la realidad visual, el narrador contaba al observador
de la realidad radiofónica qué ocurría en aquellos instantes de dramatización
exclusivamente visual. Luego vendrían aquellas obras de teatro adaptadas,
transcritas y representadas en el estudio de grabación de la emisora. Una
orquesta interpretaba breves melodías en los pasajes de transición entre
escenas o actos. Y finalmente, obras expresamente escritas y realizadas para la
escena radiofónica.
En la segunda mitad de la
década de los 30, el uso generalizado del magnetófono introduce un nuevo
concepto expresivo con la ruptura de la instantaneidad en el proceso de
emisión: la voz puede ser congelada,
transformada y emitida en el momento que se desee. El tiempo de la acción
dramática adquiere una nueva dimensión. Y con el magnetófono, la posibilidad de
reproducir y manipular los ruidos de
la naturaleza: los efectos sonoros.
El radioteatro o
radiodrama ha sido el género radiofónico que mejor ha desarrollado esa traducción
sonora del mundo audiovisual. Pero al mismo tiempo, en la radio se encuentra el
medio ideal para expresar lo fantástico e imaginario, creando una nueva poesía:
la poesía del espacio. La radio, pues, se fija dos importantes metas:
reconstrucción y recreación del mundo real a través de voces, música y ruidos,
y creación de un mundo imaginario y fantástico, productor de sueños para
espectadores perfectamente despiertos.
Un adversario del
lenguaje radiofónico, aquel que niega que las formas expresivas de la radio
pueden reconocerse en un lenguaje propio, es también, aunque involuntariamente,
el profesional del medio que considera que la radio es principalmente un
transmisor de información. En el contexto comparativo de la función
periodística de los distintos medios, la radio se erige como el medio que
transmite noticias con mayor rapidez. Convertida la radio en un altavoz de
noticias, que se suceden ininterrumpidamente a través del discurso de la
palabra de los periodistas; o convertida también en un instrumento de las
compañías discográficas que utilizan la radio como altavoz de sus novedades
musicales, no es extraño que algunos piensen que la razón de la existencia de
la radio está en su función técnica de canal transmisor de la palabra-noticia o
del disco-música.
Armand Balsebre
(Fragmentos) El lenguaje radiofónico, Cátedra, 2000